UNA DE GAMBAS

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Como siempre, el mercado a la hora punta del sábado estaba abarrotado, pero también es el día que traen más variedad y cantidad de marisco y allí estaba yo, dispuesta a darlo todo, para preparar una cena para mis amigos. Cumplía treinta y cinco años y había invitado a unos compañeros de trabajo a tomar una copa y picar alguna cosa.

¡Qué gambas más ricas, qué buena pinta tienen!, estaba pensando cuando una señora que apareció junto a mí me recriminó mi mirada “sucia” hacia el marisco. Tengo que reconocer que lo era y mucho, porque me los imaginaba en la plancha con sal marina alrededor y desprendiendo ese olor que tanto me turba.

Debió reconocer mi cara de asombro para entablar aquella conversación:

—Mire usted señora, me dijo mientras lloraba.

—¿Usted sabe que el marisco es el animal que más sufre cuando lo matamos?

— No, no lo sabía, la verdad, —le respondí.

—Por ejemplo, las gambas, tienen la cabeza más grande que el cuerpo, ¿es cierto?

 —Si, si, a la vista está, —respondí.

—Pues bien, quiere eso decir que tienen miles de ramificaciones nerviosas en su cerebro, y encima los echamos en agua hirviendo.Se imagina una gamba hirviendo,¿cómo tiene que sufrir?

—No me lo puedo imaginar señora, no me lo había planteado. Tampoco soy una experta en crustáceos marinos.

—¿Y usted qué viene a comprar?, —me apresuré a preguntar.

—Nada, solo quería verlos y despedirme de ellos, por eso lloro.

Y se marchó con el pañuelo en la nariz.

La vi alejarse, menuda, llorosa, entrada en años, casi encorvada, se notaba que estaba sufriendo.

Aunque este encuentro me dejó muy pensativa, me dispuse a dar una vuelta por el mercado. Para mi sorpresa me encontré, de nuevo, con la señora del pañuelo. Esta vez aparecía risueña y dialogante con el dependiente a quien le compraba la lubina salvaje, tal como rezaba el cartel.

Me acerqué a ella y al verme, arqueó sus cejas y abrió sus ojos con sorpresa.

—¿Las lubinas no sufren cuando las horneamos?, le pregunté.

Balbuceó al principio, para añadir que:

—De momento y por desgracia mi familia no comparte mis sufrimientos para con los animales y tengo que hacerles la comida, y les entiendo, cada uno es libre.

–Pero si usted cocina para ellos carne y pescado debe pasarse el día llorando en casa, tener que ver y manosear los cadáveres de esos animales mientras elabora sus recetas debe ser una tortura, así que no entiendo que hace usted molestando a la gente con sus llantos, –le aclaré.

—¿Qué puedo hacer? Me contestó mostrando desdén y girando su cuerpo para darme la espalda.

Me puse frente a ella e insistí:

—Entonces, ¿por qué va usted llorando con el pañuelo en la nariz intentando convencer a los amantes del marisco del sufrimiento de esos crustáceos?

De nuevo su cara se transformó, la vi más menuda, el labio inferior temblaba mientras sus cejas volvían a arquearse y allí estaba el pañuelo que apareció entre sus dedos como por arte de magia para limpiar los regueros que dejaba el rimel en sus mejillas. No podía hablar, y optó por marcharse dejándome con la palabra en la boca abandonandoa la lubina en el mostrador.

Yo no pude hacerlo, la turbación que me producía la visión de aquella sublime estampa me impedía marchar y compré un kilo de gambas que degusté al llegar a casa sin ningún remordimiento. El olor que despedían al hacerlas impregnaba toda la casa. —¡Pobrecita señora, pensé!

Al final a los amigos les preparé una ensalada de pasta con una tortilla de patatas. El vino y el cava que trajeron, exquisitos, aunque no sé por qué se quedaron extrañados del menú ¿Pensarían qué iban a comer gambas a la plancha?

MAR Andreu

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