AMELIA

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Mientras la gente pasea y la mira extrañada murmurando lo desaliñada que está, Amelia permanece sentada en la silla de una de las esquinas de la feria del libro de Madrid.

Entre alborotos, la policía pide paso mientras llegan acompañados de personal sanitario que han bajado de una ambulancia interrumpiendo la tranquilidad de la gente que pasea y que se hace fotos con los escritores de moda, quienes aprovechan para presentar sus últimas obras, hasta que llegan a aquella esquina donde Amelia muestra a los transeúntes unos libros que lleva guardados en su regazo.

–¡Allí está!, grita un policía.

Todos aceleran el paso hasta que se ponen a su altura y la rodean. Ella ni se inmuta ante la presencia de los hombres de blanco.

–¿Otra vez se ha escapado usted del hospital, Amelia?

No sé de qué me habla, estoy presentando mi último libro que por cierto está teniendo muy buena acogida o ¿no ven la cola de gente que espera arrancarme un saludo mientras les firmo mi último best-seller?A veces tienen que esperar un poco porque las letras se caen y no sé donde se meten, pero las encuentro siempre. ¿Lo ven?

Mientras habla, dos enfermeros fornidos la sujetan y uno de ellos le pincha en el brazo un relajante.

–Estoy mareada, no puedo caminar,

Amelia se deja llevar por aquellos malditos trabajadores del sistema que la llevaron a la ruina y a la desesperanza.

Durante el traslado en la ambulancia de vuelta al hospital, Amelia sueña otra vez. El sueño se repite.

–¿Será verdad? O, ¿solo existe en mi cabeza?, se pregunta.

Eran principios del año 2000 y como todas las mañanas, Amelia se encerraba en su despacho donde tecleaba sin parar durante varias horas plasmando sus ideas en las hojas que el monitor del ordenador iba abriendo a su paso. Ideas que retomaba a diario para ampliar, o corregir con nuevas ocurrencias que poco a poco iban formando su nueva novela. Esta, llamada “Zapatos de Mujer”  llegaría a ser un bombazo editorial.

Nadie podía molestarla en su despacho, aunque ardiera la casa por los cuatro costados, era la consigna dada al servicio. Clara, la asistenta era la encargada de cuidar hasta el más mínimo detalle todas las mañanas mientras Amelia desde las seis de la mañana hasta la hora de comer permanecía encerrada en busca de la perfección de su obra. Solo tenía permiso para interrumpirla su hija Irene para darle un beso antes de ir al colegio.

Viuda desde hacía unos años, había criado sola a Irene que ya había cumplido los doce años. Una niña pelirroja, despierta que mostraba sus hoyuelos al sonreír en su cara invadida por las pecas.

Un día Irene no entró a despedirse de su madre. Se quedó en la cama, le dolía la cabeza y el estómago.

—Sera un virus pasajero, advirtió el médico que la atendió. Reposo, líquidos y antinflamatorios, si aparece la fiebre.

Al cabo de tres días, Irene seguía en la cama bajo un letargo preocupante. El médico volvió a insistir en la misma prescripción. Virus de la época que ha mutado y dura unos cinco días.

Al sexto día, Amelia tomó la decisión de llevarla al hospital, donde le diagnosticaron el mismo virus sin apenas observarla. Vuelta a casa.

Tres días después Irene era incinerada y esparcidas sus cenizas en el mar y en la montaña, como era deseo de su madre. Quería que formara parte del mar y del viento.

Su inesperada muerte, motivada por el virus de una enfermedad rara, tal como confirmaría la autopsia, no solo había supuesto la muerte de su pequeña Irene, también lo fue la literaria de Amelia.

Desde entonces no ha vuelto a escribir, ahora solo pasea algunos libros con las páginas en blanco.

MAR Andreu

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